En la ciudad todo parece conspirar para evitar las conexiones. Los porteños solemos enfrentar la calle como si fuéramos a una batalla, y supone un esfuerzo que generalmente no califica como trabajo o desgaste físico.
En Buenos Aires, además tenemos un ranking de veredas rotas, agujeros en el asfalto, polución de ruidos, efluvios de extraños orígenes y ahora se agrega un clima irresoluto que sea en cualquier aguja que marque números de temperatura es incómodo, por pegajoso; bochorno, lluvia gruesa o fina, como sea, atravesar lo cotidiano de la ciudad se vuelve una especie de conquista sin premio.
Luego están los exploradores, peldaños sobre los que hay que pasar, gente que mira la ciudad como si fuera un evento místico, se los ve a veces con cámaras, detrás de una ignota imagen a la que le costará identificar cuando haga el conteo de paseos por la ciudad, catalogan un muestrario de bordes muertos, edificios antiguos, balcones bizarros.
La ciudad atravesada por lo viejo, lo nuevo, lo descuidado, se llena de invisibilidades diarias, incomodidad y una forma primitiva de circular, nos hace a los ciudadanos que tenemos que atravesarla a diario, héroes invisibles también.
A veces creo que no soy más que otro sustrato, un peldaño sobre el que los otros tienen que pasar, porque yo soy el escollo en la batalla de los otros, al atravesar la ciudad.
A veces, no parece que fuera todo tan casual, a veces, es como si la ciudad estuviera viva, dispuesta a resistir, a sacudirnos de encima, nos punza, y nosotros no hacemos más que refugiarnos en los bares, nuestras casa, el trabajo e incluso, en la fantasía.
Mudate a un barrio privado, me dice un amigo, y yo me pregunto si no es más que cambiar de armas.